Hijo de Glotón segundo y nieto de un gran Rey, Porquesí fue el gobernante más temible que hubo en las tierras del país. Apenas asumió el mando, al morir su padre, redactó la primera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo en plaza pública.
“Todo árbol de frutas que crezca en tierras del País —decía la orden— deberá ser entregado de raíz a este gobierno. Firmado: Porquesí.”
Sin protestar —porque nunca lo habían hecho—, los paisanos entregaron sus árboles a las autoridades, dejando sus propios jardines completamente vacíos.
Así fue como al llegar el tiempo de la recolección, el palacio se llenó de incalculables canastos de fruta, con las que el emperador hizo preparar dulces y más dulces. Tantos, que ni al cabo de largos años logró terminar de comer. Y fue durante esos años que, descuidados y hartos de frutos que nadie podía recolectar, los árboles se enfermaron y murieron, uno a uno, en las tierras del emperador.
Porquesí, entonces, redactó la segunda ordenanza que, en un largo bando fue leída en plaza pública.
“Tras la inesperada muerte de los árboles —decía la orden— y ante la falta de sus frutos, deberán entregar a este gobierno las risas de todos los chicos que habiten el País.”
Desde entonces, en enormes bolsas que eran llevadas al palacio, los chicos depositaban sus sonrisas por obligación.
Con ellas el malvado emperador hacía preparar el dulce más rico del mundo: mermelada de risas. Jalea de carcajadas infantiles, que se convirtieron en el manjar más precioso de su majestad. Era el dulce más dulce que se había conocido. Fue metido en frascos y vendido a otros monarcas a precios sin igual.
Sin embargo, tanto esplendor no duró mucho: como era de suponer, pasado un tiempo, los chicos del País empezaron a entristecerse, perdiendo poco a poco las ganas de reír.
Hasta que definitivamente dejaron de hacerlo, y la fabricación del sabroso producto llegó a su fin.
Entonces vino la tercera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo en plaza pública.
“Todo chico que no quiera reírse —decía la orden— será severamente castigado por este gobierno.”
Y los fieles seguidores de Porquesí se lanzaron a la persecución. Los chicos trataban de reírse, pero no podían. Aterrorizados por el castigo, imitaban un sonido parecido al de las carcajadas, que los glotones de Porquesí, sin distinguir, cargaban en sus bolsas al palacio.
Con ellas, que eran una mezcla de miedo y de imitación, los dulces que prepararon para el emperador resultaron más amargos que la hiel. Más salados que una lágrima.
—¡Pueblo de traidores! —gritó entonces Porquesí. Y armó un poderoso ejército para saquear nuevos países.
Viendo cómo su gobernante pretendía entristecer a los chicos de todo el mundo, los paisanos se enfurecieron y, por primera vez, decidieron enfrentarlo.
La sola idea de vencer a Porquesí los puso contentísimos. Y sin darse cuenta organizaron un festejo que de pronto coloreó las calles del País.
Como se imaginarán, tanta felicidad despedía un olor exquisito. Atraído por él, Porquesí quiso probar de qué se trataba. Creyó que se daría el mejor de los banquetes. Pero apenas lo intentó un fuerte dolor de estómago lo hizo caer al suelo. Cayó y cayó y cayó. Con tanta fuerza que jamás pudo volver a levantarse.
Y así termina este cuento. Un capítulo que en la historia universal se conoce como la gloriosa Caída de Porquesí, el malvado emperador de un País.
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